[...] Ye howling winds, and wintry swelling
waves!
Unheard, unseen, by human ear
or eye, [...]
Robert Burns
Quien en un día de otoño plomizo,
con el viento del norte de Escocia azuzando el mar, haya tenido la suerte de
ver el oleaje arremetiendo con furia contra los diques del pequeño pueblo de
Pennan, seguro que jamás olvidará el espectáculo.
Y esto fue, precisamente, lo que,
por la tarde húmeda, fría y gris, contempló la viuda Burns, desde el salón de
su aislada casa sobre el acantilado, cuando a través de los cristales empañados
de las ventanas, vio como, allá abajo junto al mar, el pueblo de corta hilera
de casas adosadas se iba difuminando, cada vez más, hasta convertirse en una
borrosa mancha blanca, que rodeada primero por el infinito gris ceniza de la
niebla, acabó, en escaso rato, engullida por la más completa oscuridad de la
galerna.
Como tantos anocheceres solitarios, la anciana y espigada señora
Burns, encerrada en su casa sin más compañía que la de su perro, Clootie, se
sentó al calor de la chimenea. Al monótono tictac del reloj de pared y al ritmo
parsimonioso del crujir del suelo de roble bajo el balanceo de la mecedora,
parecía como si el tiempo se hubiera detenido por completo. Luego, de repente,
cedió la ventana mal cerrada, y el trueno, la lluvia y el viento irrumpieron en
el salón con gran estruendo. Sobresaltada, la señora Burns se levantó de su
asiento, y avanzando como pudo hacia la ventana intempestiva, consiguió
cerrarla con gran esfuerzo y restaurar la calma. Físicamente agotada, apoyó su
espalda contra la pared, mientras sus rodillas temblorosas cedían y daban con
ella en el suelo. Entre los muchos objetos que el viento esparció por el salón,
justo al alcance de sus dedos, descubrió un retrato de Ben, su marido
fallecido. Sin importarle el marco astillado ni los afilados pedazos de vidrio
roto, lo alcanzó y lo abrazó con fuerza contra su pecho. En este momento,
Clootie, que había presenciado toda la escena, empezó a aullar como en el
pasado invierno junto al mar.
En el invierno anterior, el intrépido Ben había salido con su
pequeño bote a pescar. Desafiando la tormenta que se avecinaba, ignoró los ruegos
de quienes, expertos marineros, le aconsejaron que aquella tarde no se hiciera
a la mar. Incluso esta vez, como nunca antes había sucedido, Clootie no quiso
embarcar y, permaneciendo al borde del dique, aulló de una manera
extremadamente triste y desconocida, mientras su dueño se esfumaba, remando
decidido, por entre la bruma. En tierra todos atemorizados, reconocieron el
mensaje que la muerte estaba enviando a través de Clootie. Y entendieron bien,
pues con el anochecer el mar devolvió sin vida el cuerpo de Ben.
Sin fuerzas para levantarse, la señora Burns seguía tendida en
el suelo del salón, y cayendo en la cuenta del fúnebre aullar de Clootie,
comprendió lo que en realidad allí iba a suceder, pues el presagio de la muerte
le sobrevino de lleno. Serenamente aceptó su destino; abrazó, con más fuerza si
cabe, el retrato de Ben; cerró los ojos y se dispuso a reunirse con él. La
oscuridad más absoluta se adueñó de todo y los aullidos de Clootie cesaron.
Al alba la señora Burns todavía en el suelo del salón, abrazada
con fuerza al retrato, abrió los ojos, y, sin saber dónde estaba, con espanto
comprobó como a su lado yacía sin vida el cuerpo del fiel Clootie, con ambas
patas delanteras, a modo de abrazo, sobre la foto de Ben.
Joan Serra i Malla
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